Salir corriendo
de lo que nos asusta,
de lo que nos da miedo
—al fin, de uno mismo—,
solo conduce
a abandonar el centro.
De puntillas,
entre los pedazos
de un corazón maltrecho,
ya no sabemos
si andamos tras algo
o estamos huyendo.
Perdemos de vista
que no es tan terrible,
el dolor, como creemos.
Tratando de evitarlo,
caemos de bruces
sobre charcos de sufrimiento.
Para emerger, como lotos
renacidos de movedizos suelos,
debemos permanecer quietos
y escuchar
qué quieren contarnos
las heridas que escondemos.
Luces ocultas
en sombras;
sangre estancada
que brota
y se renueva
acariciada de silencios.
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